Purificación

Que tú seas rico o pobre,
que la gente te alabe o te tome a risa,
que tú seas noble o de humilde condición,
todo esto no tiene ninguna importancia
si has decidido recorrer el camino,
esperando la alegre esperanza,
la venida de nuestro Señor Jesucristo
(Cardenal Nguyen Van Thuan)



Debemos reconocer que todos somos pobres pecadores a los ojos de Dios.

La Sagrada Escritura nos advierte que “el justo cae siete veces” (Prov 24,16).
“Si decimos que no tenemos pecado”, dice san Juan, “nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 8).

El pecado es el mayor mal porque ofende a Dios, nuestro mayor bien y felicidad.
Sólo se necesita nuestra propia malicia para que cometamos el pecado, pero, para repararlo y redimirnos de la esclavitud, fue necesario que Dios se hiciera hombre y se ofreciera como víctima de expiación por nuestros pecados.
Sólo un Dios-Hombre podría haber satisfecho completamente nuestra deuda, ofreciéndose como víctima de reparación por sus hermanos adoptivos.

Sin embargo, Jesús desea que nos asociemos con Él en su Pasión (cf Col 1, 24).
Nuestra justificación no puede ser algo extrínseco a nosotros mismos sino que debe transformarnos y santificarnos.
Para ello es necesaria nuestra cooperación con la gracia divina (1 Cor 15,10).
Si estamos en pecado, no solo debemos arrepentirnos, sino también purificarnos mediante actos de penitencia.
Jesús mismo manda esto. “Si no os arrepentís, todos pereceréis” (Lc 13,5) “Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos se ha acercado” (Mt 3,2; 4,17).

Debemos hacer satisfacción por nuestros pecados, por lo tanto, mediante la cooperación voluntaria con la gracia de Dios.
Aunque Dios es infinitamente bueno y misericordioso, no nos purificará sin esta cooperación de nuestra parte.
Podemos ser purificados aceptando las tribulaciones inevitables de la vida con perfecta resignación y ofreciendo a Dios nuestras propias mortificaciones y sacrificios voluntarios.

¿Estamos preparados para seguir el ejemplo de los santos en este asunto?

Dios nos ha dado dos medios sobrenaturales para purificarnos después de haber pecado: el Sacramento de la Penitencia y las Indulgencias.
El Sacramento de la Penitencia es el tablón de salvación al que podemos aferrarnos cuando hemos naufragado por el pecado y, por medio de las Indulgencias, podemos recurrir al tesoro infinito de los méritos de Cristo, de la Santísima Virgen María y de los Santos, en para hacer satisfacción parcial o total por el castigo temporal debido a nuestros pecados.
¡De esta manera, podemos cortar nuestro purgatorio en esta vida y escapar de él en la próxima!

Debemos hacer buen uso del Sacramento de la Penitencia.
Si caemos en pecado mortal, recurramos de inmediato a esta fuente de gracia.
Aun cuando no estemos en pecado mortal, seamos fieles a la práctica de la confesión semanal o al menos quincenal.

No debemos abusar de este gran don simplemente porque parece un método tan simple de obtener el perdón.
Dios es infinitamente justo, debemos recordarlo y espera que cooperemos con sus gracias.

También debemos valorar las indulgencias como medio de purificación espiritual.
No deben ser tratadas a la ligera.
Jesús le dio a Su Iglesia, el poder de desatar y atar toda atadura de pecado.

Mientras tengamos las disposiciones necesarias, por tanto, puede valerse de los méritos de Cristo y de los Santos para liberarnos de la pena temporal debida a los pecados que ya nos han sido perdonados.
Lo logra mediante la concesión de indulgencias.

Estas requieren, de nuestra parte, el cumplimiento de ciertas condiciones, un dolor sincero por el pecado y una firme resolución de nunca más ofender a Dios.

Antonio Cardenal Bacci


Tú quisiste, Señor, que tu hijo unigénito soportara nuestras debilidades, para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y la paciencia.Tú quisiste, Señor, que tu hijo unigénito soportara nuestras debilidades, para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y la paciencia.

Escucha las plegarias que te dirigimos por nuestros hermanos enfermos y conceda a cuantos se hallan sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad, la gracia de sentirse elegidos entre aquellos que tu hijo ha llamado dichosos, y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la redención del mundo.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.