Ruega por nosotros… en la hora de nuestra muerte

“¡Salve, llena eres de gracia!”.
– Lucas 1:28


Hemos llegado al final de este mes, que hemos dedicado a María.
Recordemos, sin embargo, que aparte de este mes de mayo debemos dedicarle toda nuestra vida, hasta el último momento de la muerte.
Siempre estamos necesitados del patrocinio y la intercesión de María ante Dios. Acudamos siempre a ella, por tanto, especialmente en el peligro y en el sufrimiento, pero sobre todo en el momento decisivo de la muerte, porque de este momento depende la eternidad.

Este día llegará tarde o temprano pero, ciertamente llegará, “a la hora que no esperáis” (Lc 12,40).

En la segunda parte del Ave María, la Iglesia pone en nuestros labios estas palabras de súplica: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén”.
¡Cuántas veces hemos recitado esta oración! Pero, ¿pensamos alguna vez en la muerte?
Recordemos que una mediación sobre la muerte es la lección más valiosa de la vida. Un día, nos encontraremos cara a cara con Dios, dando nuestro último aliento en la tierra.
Puede estar en la cama de un enfermo, puede estar en medio de una calle, no lo sabemos. Puede ser después de una larga enfermedad al final de la cual somos consolados por los Santos Sacramentos y bendecidos por un sacerdote, o puede ser bastante inesperado. Pero, es seguro que la muerte vendrá.

Apuntemos, por tanto, a estar siempre preparados, para que no venga cuando no tengamos buenas obras que ofrecer y cuando nuestro corazón esté lleno de nosotros mismos y de intereses mundanos.
Como María, llevemos una vida de santidad y estaremos seguros de morir santas muertes.
Pidamos a nuestra Madre celestial que esté a nuestro lado en ese momento final para sostenernos en el conflicto y entregar nuestras almas a su divino Hijo, Jesús. Amén.

Nuestro divino Redentor, aunque era Dios y no se exceptuaba de la ley de la muerte. Convenía, pues, que su divina Madre tampoco fuera una excepción.
Pero María había compartido los tormentos de la muerte de su Hijo en el Calvario y así obtuvo de Él el privilegio de una muerte tan dulce y apacible que apenas justificaba el nombre.
Su alma se separó de su cuerpo como en un éxtasis de amor y se unió aún más indisolublemente con Dios. Ella no murió de una enfermedad natural sino por amor a Dios.

Siempre había amado a Dios con todo el ardor de la más noble de las criaturas y su vida terminó en una última efusión de amor. Era el clímax de una continua ascensión hacia Dios.
La muerte debería ser así para nosotros también. Puede ser así si seguimos su ejemplo, especialmente en lo ilimitado de su amor por Dios.

Antonio Cardenal Bacci


La degeneración causada por el pecado había oscurecido la belleza de nuestra nobleza original. Pero cuando nace la madre de la suprema Belleza, nuestra naturaleza encuentra de nuevo su pureza y se ve moldeada según el modelo perfecto, digno de Dios (Gn 1,26)

Todos habíamos preferido el mundo de abajo al de arriba. Ya no quedaba ninguna esperanza de salvación. El estado de nuestra naturaleza clamaba en voz alta al Cielo para que viniera al rescate… Entonces, por fin, en Su beneplácito, el Artífice Divino del mundo determinó hacer aparecer un mundo nuevo, un mundo diferente, lleno de armonía y juventud. Ahora bien, ¿no convenía que una virgen purísima, sin mancha, se pusiera al servicio de este plan misterioso, ante todo?... ¿Y dónde se encontraba esta virgen si no en esta mujer, única en su especie, elegido por el Creador del mundo antes de todas las generaciones? Sí, ella en verdad es Madre de Dios, divinamente llamada María, cuyo seno dio a luz a Dios Encarnado y a quien Él mismo preparó sobrenaturalmente como su templo

De esta manera, entonces, el designio del Redentor de nuestra raza fue producir un nacimiento y, por así decirlo, una nueva creación para reemplazar a la anterior.

Por tanto, así como en el Paraíso había tomado un poco de barro, de la tierra pura y sin mancha, para modelar al primer Adán (Gn 2,7), así, en el momento de realizar Su propia Encarnación, se sirvió de otro tierra, por así decirlo, es decir, esta Virgen pura e inmaculada, escogida entre todos los demás seres que Él había creado.
Es en ella que Él, el Creador de Adán, nos ha rehecho en nuestra misma sustancia y se ha hecho un nuevo Adán (1 Cor 15,45) para que lo viejo sea salvado por lo nuevo y eterno”.

– San Andrés de Creta (660-740) Obispo, Padre br /> (Sermón 1 por la Natividad de la Madre de Dios)

Concede te suplicamos, oh Señor, que nosotros que guardamos la Fiesta de la Santísima Virgen María, Nuestra Reina, seguros bajo su protección, seamos dignos de tener paz ahora y gloria, en el futuro. 

Por Jesucristo, tu Hijo nuestro Señor, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. Amén