Comunión frecuente

«Cuando la necesidad apremia, no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan,
 sino que, como enseña Santo Tomás, ‘cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros,
 ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles’.
Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo
 para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde,
 o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa»
León XIII, Papa




Así como nuestros cuerpos necesitan su sustento diario de bien para restaurar la energía que han perdido, así sucede con nuestras almas.

El alimento del alma, es la gracia de Dios. No hay mejor manera de adquirir y aumentar esta gracia, que por la Sagrada Comunión porque la Comunión nos da a Jesús mismo, Quien es el origen de la gracia. La perfección espiritual consiste en la unión con Dios.

Podemos lograr la unión perfecta con Dios en la Sagrada Comunión, por medio de la cual vivimos la vida de Jesús.
El que me come, él también vivirá por mí”. (Juan 6:58)

Cualquiera que ama a Jesús fervientemente, recibe la Sagrada Comunión todos los días. Si un hombre no hace esto, es señal de que no ama perfectamente a Jesús. Los primeros cristianos “continuaban unánimes cada día en el templo y partían el pan en sus casas”; (Cf Hch 2,46) es decir, comulgaban todos los días.
Fue Jesús, en la Santísima Eucaristía, quien alimentó su fe y les dio la fuerza para soportar el martirio. Esta costumbre prevaleció en muchos lugares hasta la época de San Jerónimo y San Agustín, quienes escribieron “Este es vuestro pan de cada día; recíbelo diariamente para beneficiarte diariamente de él” (De Verbo Domini, Serm 28).

A los que creen que no son dignos de recibir todos los días, San Ambrosio les dice: “Un hombre que es indigno de recibir todos los días, seguirá siendo indigno dentro de un año” (Bk 5, De Sacramentis, c 4).
No debemos apartarnos de la Comunión diaria por nuestra indignidad, ni por nuestras caídas en el pecado. “Porque siempre estoy pecando”, dijo San Ambrosio, “siempre tengo necesidad de medicina” (Ibíd.).

La humildad es la virtud básica necesaria en un cristiano, pero no debe ser una razón para abstenerse de la Sagrada Comunión. Santo Tomás de Aquino comentó que, aunque a Dios le puede agradar mantenerse alejado de la Sagrada Comunión por humildad, Él se complace mucho más con el amor y la confianza de un alma que lo recibe. (Cf Summa Theologiae, III, q 8, a 10 ad 3).

La Iglesia, como Jesús, desea que recibamos la Comunión diariamente, aunque sólo nos obliga bajo pena de pecado a recibirla una vez al año durante la Pascua, según el decreto de Inocencio III, que fue confirmado por el Concilio de Trento. También estamos obligados a recibir la Santísima Eucaristía, si estamos en peligro de muerte.

Sin embargo, para la práctica de la Comunión diaria, debemos tener la aprobación de nuestro Confesor. Debemos estar plenamente decididos a preservarnos libres de todo pecado, especialmente del pecado grave, pues de lo contrario no podríamos acercarnos al banquete eucarístico (si alguien recibe a Jesús con el pecado mortal en el alma, comete un terrible sacrilegio).

Esta práctica, además, debe ayudarnos a evitar toda imperfección deliberada y pecado venial y debe suscitar en nosotros un espíritu vivo de caridad cristiana. “Recibe la Comunión todos los días”, dijo San Agustín, “porque te ayudará todos los días… pero debes vivir de una manera que te permita comulgar todos los días” (De Verbo Domini – Sermón 28).

La Comunión frecuente, por tanto, nos permitirá emprender el camino de la perfección, sin relajarnos en nuestra resolución y sin falsos escrúpulos. “Dos tipos de personas”, escribió san Francisco de Sales, “deben comulgar con frecuencia: los perfectos y los imperfectos; los perfectos para conservar su santidad; lo imperfecto, para alcanzar la perfección.” (Introducción a la Vida Devota c 2).

Pidamos el consejo de nuestro Confesor habitual. Seremos afortunados si podemos acercarnos al Sagrado Banquete todos los días, o al menos con mucha frecuencia, porque estaremos seguros de que estamos en el camino de la santidad.
Corazón de Jesús, ardiendo de amor por nosotros, inflama nuestros corazones de amor por Ti”.
Antonio Cardenal Bacci


“Transforma mi vida”

Hoy te presento una oración que te ayudará a derramar los afectos de tu corazón ante el Señor, tus deseos y búsquedas, y un humilde pedido de perdón. Es una oración que surge de nuestra realidad que tiene sombras y luces, retraimientos y energías. Ha sido redactada por Mons. Víctor Fernández en su libro “Un estímulo para cada día”.

Señor, tú conoces mis vanidades y mis egoísmos, pero sabes que deseo entregarme más. Quiero penetrar un poco más en tu amistad y en tu camino. Por eso te pido que recibas el humilde ofrecimiento de mi vida, para que tú la transformes. Te entrego, Señor, mis esfuerzos y mis trabajos, mis cansancios y mis intentos. Sabes que todo tiene manchas, pero te lo entrego, para que sanes lo que no te agrade y bendigas lo que te glorifique.

Toma mis pensamientos y afectos, mis búsquedas y mis deseos. Derrama la claridad de tu luz para que utilice mejor las capacidades que me regalaste y para que mi energía no se desgaste en metas egoístas. Toma todo mi ser, Dios mío, y manifiesta en mi vida tu gloria. Amén.

Esta plegaria es adecuada para conocerte con sinceridad y profundidad, porque te ofrece una percepción clara de sentimientos y estados de ánimo difíciles de expresar y que por eso pasan a veces desapercibidos. Es bueno sondear estos repliegues para modelar tu vida con absoluta fidelidad a la voluntad de Dios. Que el Señor te asista y proteja.
(P. Natalio)

Oh Dios, que hiciste gloriosa a tantos santos por su notable caridad hacia los pobres; concede, por su intercesión y ejemplo, que tu caridad crezca continuamente en nuestros corazones.
Por Jesucristo, tu Hijo nuestro Señor, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. Amén