El amor detrás de los ritos


¡Oh, qué bendición recibimos cuando los ritos son cambiados o eliminados, porque, en primer lugar, nos hace analizar por qué los estábamos haciendo!

Toma, por ejemplo, qué sucede cuando a una parroquia, que siempre se ha arrodillado durante la Consagración de la Eucaristía, el pastor le dice que, desde ahora, estarán de pie. Generalmente hay un gran alboroto. ¿Por qué?   

Estar de pie es una postura oficial de respeto. Es por eso que estamos de pie durante la lectura del Evangelio. Teológicamente, significa que somos un pueblo Pascual; el Señor ha vencido al pecado y la muerte y ahora vivimos en Su gloria resucitada. Así que ¿por qué testarudamente nos rehusamos a aceptar un cambio de estar de rodillas a estar de pie?

Personalmente, yo prefiero arrodillarme. Me recuerda ser humilde. Bueno, ¿no puedo ser humilde sin ello? Francamente, Jesús merece más que el máximo respeto que podamos reunir, lo que significa que yo yacería postrada en el piso, pero no quiero llamar la atención sobre mí y que la quiten de Jesús.

Tristemente, hay muchos católicos que se arrodillan porque todos los demás se arrodillan, no por una genuina reverencia a Cristo, nacida del corazón. Para ellos, es una tradición humana solamente. Jesús dice en la lectura del Evangelio de hoy "esta gente me sirve con sus labios pero sus corazones están lejos de mí. Es vacía la reverencia que me hacen..."

Cada gesto y cada postura del cuerpo en el ritual de la Misa deberían cambiarnos. Hacer la señal de la cruz debería ponernos más en contacto con el Señor que murió en la cruz por nosotros. Bendecirnos con agua bendita debería renovar nuestra conexión bautismal con Dios y separarnos de la mundanidad que está fuera de la iglesia. Rezar el "Padrenuestro" debería unirnos a las personas a nuestro lado.

"Desechar los mandamientos de Dios y aferrarse a las tradiciones humanas"   sucede cada vez que consideramos un rito como más importante que una persona. En la jerarquía de las leyes de la Iglesia, las reglas que ordenan la mayoría de los ritos, han sido siempre "tradiciones humanas" versátiles, diseñadas para llevar al corazón una práctica verdadera de la fe; son de menor importancia que las leyes inmutables de la fe y la moralidad que ordenan cómo tratarnos entre nosotros.

La pregunta básica es: "¿Cuáles son mis motivaciones para hacer - o no hacer - un rito? ¿Incrementará mi humildad? ¿Mejorará mi relación con Dios y con la comunidad? ¿Brota del corazón o mi corazón está lejos de Dios en ese momento?"

¡Que el amor regule nuestros ritos y que nuestras acciones nunca sean tradiciones vacías! 

 
Reflexiones de las Buenas Nuevas
Martes de la Quinta Semana del Tiempo Ordinario
Febrero 11, 2014


Esta reflexión fue copiada con permiso de la autora, Terry Modica, y es utilizada bajo la responsabilidad de grupo católico Reflexiones para el Alma de Miami Fl. Fue publicada por Ministerios de La Buena Nueva, http://gnm.org/ReflexionesDiarias/index.html,
© 2014 por Terry A. Modica
NOTA: Es cierto que muchas costumbres van cambiando. Posturas se quitan, otras se agregan.
En mi capilla se ha quitado la costumbre de hincarse cuando se eleva el Santísimo Sacramento y a mí me parece una falta de respeto hacia Cristo que hizo un sacrificio tan grande por nosotros.
Yo sigo hincándome, porque el momento de la elevación de la Ostia estamos viendo a Cristo mismo siendo elevado. El mantener la mirada fija en El, el hincarnos en ése momento es una seña de amor porque lo estamos adorando con nuestro cuerpo y nuestro corazón; es hincarnos ante su grandeza, es un gesto de agradecimiento por su sacrificio que recordamos en ése momento. Es pedirle perdón de rodillas por los pecados o desviaciones que hayamos tenido durante el día o durante la semana. Es prepararnos para tomar su cuerpo y su sangre reconciliados con El; ésto se representa al levantarnos del piso cuando decimos "anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús". Es decirle que anunciamos que ha muerto en nosotros el pecado por su Gracia, es decirle que nos hemos reconciliado con El por medio de su Resurrección.
El hincarnos y levantarnos tiene un significado tan grande que al no hacerlo nos perdemos del maravilloso momento íntimo con Dios.
El hincarnos en ése momento es mucho más que una llamada para ser visto por los demás.

En ésto no estoy de acuerdo con Terry, ni con los miembros de la capilla a la que asisto. Y a pesar de que todos se mantienen en pie, yo me hinco porque me nace del corazón ante la grandeza de Dios que siento en mi corazón.

Después al ir hacia la comunión en la fila, me formó donde me toca. El Padre nos dijo que esa fila significa la penitencia que hacemos, es un momento para prepararnos para recibir a Dios mismo.
El hacerlo con las dos manos unidas también tiene el significado de aceptación de su voluntad.
Al regreso de la comunión, vuelvo a hincarme para de rodillas, recibir la Gracia de Dios. Oro un Padrenuestro y un Avemaría de agradecimiento. ¿Porqué quien soy yo para recibir tal Gracia?
La Virgen María al serle anunciado que el Hijo de Dios nacería de ella, recibió de rodillas el anuncio.
El postrarse de rodillas lo han hecho muchos santos antes que nosotros, cuando perciben la grandeza de Dios.
El gesto de hincarse se hace sólo ante Dios y por amor.
Se mantiene uno de pie ante la bandera, ante las personas mayores, ante las personas de mayor rango, ante el canto del himno nacional, pero ante Dios no queda más que hincarse para honrarlo, para adorarlo, para agradecerle.

Lamento no estar de acuerdo con los demás, pero seguiré postrándome ante tu grandeza, Señor.

Autor: Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre | Fuente: www.enticonfio.org
“Toda rodilla se doble y toda boca proclame…” (Flp 2, 10)
Arrodillarse ante Cristo, remedio de toda idolatría.
 
“Toda rodilla se doble…” (Flp 2, 10)


La celebración del Corpus Christi se nos ofrece como la antesala para el inicio de la Adoración Perpetua en nuestra Diócesis. El próximo viernes 19, solemnidad del Corazón de Jesús, celebraremos la Santa Misa en nuestra Catedral, a las 20.00, en la que además de dar inicio al Año Jubilar Sacerdotal y de renovar la Consagración de Palencia al Corazón de Jesús, concluiremos llevando en procesión al Santísimo Sacramento hasta la iglesia de las Clarisas, dando así inicio a la Adoración Perpetua. Sirvan estas líneas de hoy como ayuda para crecer en la comprensión de nuestra devoción eucarística.

Arrodillarse ante Cristo, remedio de toda idolatría

En la homilía que Benedicto XVI pronunciaba en el Corpus del año pasado, realizaba una hermosa catequesis sobre el significado de esta postura corporal en la oración y en la liturgia: “Arrodillarse en adoración ante el Señor (…) es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento”.

En su obra “El espíritu de la liturgia”, el entonces Cardenal Ratzinger daba respuesta a la objeción que juzga que la cultura moderna es refractaria al gesto de “arrodillarse”. Con clarividencia y profunda convicción afirmaba que “quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central”.

El hecho de que en nuestros días se esté extendiendo la costumbre de permanecer de pie en el momento de la consagración en la Santa Misa, o de que se suprima alegremente la genuflexión al pasar ante el sagrario, no parece que sea algo casual o insignificante. La “herejía” más extendida en nuestro tiempo –la secularización- no se caracteriza tanto por negar verdades concretas del Credo, cuanto por debilitar la firmeza de nuestra adhesión a la fe. Da la impresión de que lo políticamente correcto fuese creer a “cierta distancia”, sin entregar plenamente nuestro corazón. En el fondo, estamos ante el olvido de aquellas palabras de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero” (Mt 22, 37-38).

No podemos olvidar que la adoración es el mejor antídoto frente al relativismo y que, por lo demás, es indudable que la genuflexión está estrechamente ligada al acto de adoración: Es el reconocimiento que la creatura hace del Creador, es la manifestación humilde de nuestra sumisión ante un Dios todopoderoso que, paradójicamente, también “se ha arrodillado” ante nosotros en la encarnación, en su muerte redentora, y en su decisión de permanecer entre nosotros en la Sagrada Eucaristía.

Mención aparte merecen tantas personas que bien quisieran poder expresar de rodillas su adoración a Cristo, y que por limitaciones físicas se han de contentar con hacerlo con una inclinación u otros gestos de fervor y cariño. ¡Cuántas lecciones nos dan con su valiente perseverancia, sin rendirse a sus “achaques”!

Comulgar “a Cristo” y comulgar “con Cristo”

“El segundo mandamiento es semejante a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt 22, 39-40). En efecto, el acto de adoración a Dios es consecuentemente seguido del ejercicio de la caridad con todos los necesitados. Éste es el motivo por el que la Iglesia ha unido los dos días “más eucarísticos” del año (Jueves Santo y Corpus Christi), a nuestro compromiso con los pobres, ejercido especialmente a través de Cáritas.

El acto de comulgar no termina con la recepción del sacramento. Recurro de nuevo a otras palabras del Cardenal Ratzinger recogidas en el citado libro: “Comer a Cristo es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí, de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran «nosotros», de manera que lleguemos a ser uno solo con Él”.

Por lo tanto, comulgar “a Cristo” supone también comulgar “con Cristo”, es decir, comulgar con todo lo que Él ama, con sus preocupaciones, alegrías, esperanzas y sufrimientos… de una forma especial, con sus predilectos, los pobres. Ciertamente, estamos ante dos señales determinantes para evaluar la calidad de nuestra participación en la Sagrada Eucaristía: la actitud de adoración y –fruto de ésta- nuestro compromiso con los necesitados.

Rezar en Familia

"Familia que reza unida, permanece unida", decía Juan Pablo II.  Y es cierto, pues la familia que se reúne para hacer una oración en común, para pedir a Dios algo especial, hace que Él viva en su familia.
Además, juntarse para rezar es invitar al Señor a la casa.  Él nos invita a visitarlo al menos cada domingo.  Entre semana, también nosotros podemos invitarlo a convivir con nuestra familia.
A casa por lo general se invita a aquellos con quien se tiene mucha confianza, con quien se puede pasar un rato agradable.  De cierta forma, invitar a Dios es como invitar a un gran amigo a pasar un rato en una reunión familiar.
Eso permite ver a Dios como alguien familiar, y no sólo como un extraño al que hay que ir a visitar una vez a la semana.

Lecturas de hoy:  
1 Reyes 8, 22-23.27-30
Salmo 84, 2-5 y 10-11
Marcos 7, 1-13   


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