Sal 14,2-3ab.3cd-4ab
¿Quién puede habitar en tu monte santo, Señor?
El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará.
Santiago nos dice en su carta que debemos tener cuidado con nuestras palabras, que debemos ser lentos para hablar, lentos para enojarnos y prestos para oir.
Santiago en su carta nos previene contra la lengua que es un arma de dos filos: hiere a quien intentamos lastimar y nos hiere a nosotros mismos.
Jesús hoy sana a un ciego que le es llevado a él. Jesús lo lleva aparte del pueblo y lo sana en dos intentos. El ciego no ve a la primera, sino hasta la segunda vez que Cristo pone saliva en sus ojos.
Muchas veces somos así: tardos en entender. ¿Cuántas veces esperamos que nuestros hijos nos hagan caso a la primera vez que les decimos?
Esperamos que dejen todo lo que están haciendo para que atiendan a lo que les decimos, a lo que les ordenamos.
Nos impacientamos con ellos, a veces nos enojamos y terminamos gritando.
Jesús se muestra paciente con éste ciego. Lo lleva aparte del pueblo, seguramente va hablando con él, seguramente lo lleva de la mano conduciéndolo con ésa delicadeza que muestra en todos sus actos hacia los débiles, necesitados, ignorantes, etc.
No seamos como los hombres que menciona Santiago en su carta, de aquellos que se miran al espejo y dándose vuelta, se olvidan pronto de cómo eran.
¿Cuántas veces hemos herido profundamente a quienes más amamos y con éso nos hemos herido a nosotros mismos?
Jesús nos toma de su mano, nos conduce fuera de nosotros mismos, fuera del ambiente en donde acostumbramos estar, fuera de nuestra comodidad, de nuestras costumbres, de nuestro aletargamiento y nos muestra a aquellos que no queremos ver. Tal vez vemos al principio sólo árboles que caminan como el ciego de hoy.
Seguramente en la segunda ocasión en que nos coloca saliva en nuestros ojos, vemos a los hombres con los ojos de amor con que El los ve.
El ciego no ve a los hombres. Cuando Jesús coloca saliva en sus ojos, empieza a verlos como árboles que caminan. Los árboles son útiles, son necesarios para que respiremos, son bellos. Brindan hogar a los pájaros, sirven para construir casas y muebles.
Algunas meditaciones que he leido al respecto de éste pasaje, hablan de Jesús necesitando dos "sesiones" para que el hombre recupere la vista.
Yo veo a Jesús mostrando poco a poco al ciego a los demás hombres, veo en la descripción del ciego lo que Jesús ha inducido en él, veo en sus palabras lo que Jesús quiere que vea el ciego.
Lo va llevando poco a poco hasta hacer que entienda que los hombres son bellos como los árboles, son útiles como los árboles, son creación de Dios como los árboles.
Y dignos de ser mirados como los árboles lo son.
Cuando veamos con los ojos de Cristo Jesús más allá de los vestidos, lujos, profesiones y todas las etiquetas que ponemos a los demás y miremos como El ve seguramente dejaremos de ser ciegos a su Amor.
El Papa Francisco nos dice hoy en su catequesis que el Sacramento de la Reconciliación o sea la Confesión nos es muy necesaria.
Podemos ver la relación que existe entre la lectura y entendimiento de la palabra ya sea leyendo acerca de ella o escuchándola en misa como la primera unción de saliva de Cristo. Y la confesión al sacerdote como representante de Cristo, la segunda unción de saliva que nos hace finalmente ver.
Sólo con el contacto personal del sacerdote con la persona, se logra finalmente la sanación de nuestra ceguera espiritual.
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