Leer el evangelio

«¡Ay que larga es esta vida!
¡qué duros estos destierros!
¡esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero,
que me muero porque no muero»

Santa Rita de Casia


El Evangelio son los libros de los libros, porque contiene, no las palabras de los hombres, sino las palabras de Dios. En el principio, la Palabra de Dios se hizo hombre y se convirtió en la Palabra que da vida durante Su vida terrena. Así tenemos la Palabra escrita en las Sagradas Escrituras. Cuando leemos el Evangelio, debemos imaginar que Jesús está ahí delante de nosotros, para que podamos escuchar las Palabras de Sus labios divinos y sentir el aliento de Su vida y el fuego de Su amor. “En el cielo”, dice San Agustín, “Jesús continúa hablándonos en la tierra a través de su Evangelio”.

Sus Palabras son las estrellas luminosas que deben guiar a los hombres, muchas veces errantes en las tinieblas del error o sumidos en el abismo del pecado, por el camino de la virtud y del bien hacia el Cielo. Cuanto más se penetra en el Evangelio, más se llega a conocer a Jesucristo. San Agustín escribe que el Evangelio es otro camino, que Jesús ha elegido, de permanecer entre nosotros.
El mismo santo Doctor no duda en decir que “el que se burla incluso de estas sagradas palabras, no sería menos culpable, que si dejara caer la Santísima Eucaristía en tierra por negligencia”.

Cuando leemos las páginas sagradas, comenzamos a comprender la bondad infinita de Jesús. Lo vemos gemir y sufrir en el pesebre de Belén; lo vemos trabajando humildemente como un pobre obrero en el taller de Nazaret; lo vemos perdonar a Magdalena ya la adúltera penitente; lo vemos devolver la vida a los muertos, la vista a los ciegos y la salud a toda clase de enfermos; en el cenáculo lo vemos darse a sí mismo, bajo el velo de la Santísima Eucaristía, en el mismo momento en que fue olvidado, negado y traicionado; lo vemos en el Pretorio ante Pilato, donde fue azotado por nuestros pecados; lo vemos en el Calvario muriendo en una cruz por nosotros, perdonando a sus crucificadores y prometiendo el Cielo al ladrón penitente y, finalmente, lo vemos resucitando de entre los muertos y ascendiendo gloriosamente al Cielo, donde fue a preparar un lugar para nosotros, si perseveramos como sus fieles seguidores, “Voy a prepararos un lugar” (Jn 14,2).

Los santos a menudo leen y meditan el Evangelio. Proporcionó alimento espiritual para sus almas. En la vida de San Felipe Neri, leemos que durante sus últimos años no leyó más que los Evangelios, especialmente el Evangelio de San Juan, que trata profundamente del amor de Dios. ¿Lees los evangelios? ¿Con qué disposiciones y con qué resultados lo lees? En los tiempos modernos, desafortunadamente, muy pocos lo leen. ¡Por eso tantos se alejan tanto del espíritu de Jesús y por eso muestran a menudo una forma material de piedad, insípida e inútil, en la práctica de la vida católica!

No basta con leer y meditar el Evangelio. Debemos hacerlo con la disposición correcta, que son tres. En primer lugar, debemos leer el Evangelio con el recogimiento de quien ora: “La oración debe interrumpir muchas veces la lectura”, dice san Buenaventura. De vez en cuando, mientras leemos, debemos elevar nuestra mente a Dios y pedirle que nos ilumine y nos inspire, hacia un mayor fervor. Las verdades celestiales no se pueden penetrar ni comprender sin la luz de la gracia que viene de lo alto.

Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dijo Jesús, “nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). El Evangelio, por lo tanto, no se puede leer como cualquier otro libro. Es la palabra de vida sobrenatural, que no puede ser infundida en nuestras almas sino por la gracia, por la cual debemos orar con humildad y fervor. En segundo lugar, debemos leer despacio y reflexivamente.

Leer con el corazón y no con los ojos”, escribe Bossuet. “Aprovecha lo que entiendes, adora lo que no entiendes”. En el Evangelio siempre hay algo que es aplicable a nosotros mismos ya las circunstancias particulares en las que nos encontramos. Los Santos encontraron allí, su propio camino particular hacia la santidad, al que habían sido llamados; ¡de nuestro estudio reflexivo y devoto de las páginas sagradas, encontraremos también lo que Jesús quiere, de manera particular, de nosotros!

Finalmente, debemos practicar lo que aprendemos en el Evangelio. Si este no fuera el resultado de nuestra lectura, nuestros esfuerzos valdrían muy poco. Al leer, debemos aplicar a nuestra vida el espíritu y los preceptos de Jesús. Esta fue la práctica de los Santos, cuyas vidas fueron una implementación continua del mensaje del Evangelio. Así, San Luis y otros, entendieron y aplicaron a sus propias vidas la máxima: “Bienaventurados los puros de corazón”.

San Francisco y sus seguidores aplicaron otra máxima: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. San Francisco de Sales aplicó a sí mismo, de manera especial, las palabras: “Bienaventurados los mansos”.

Como resultado, se destacó por su dulzura de carácter, este hombre, conocido como “El caballero santo” y “¡El gentil Cristo de Ginebra!

Debemos leer el Evangelio todos los días.
Debe ser para nosotros una escuela de espiritualidad práctica, especialmente adaptada a las necesidades de nuestra propia alma, que nos lleve finalmente a la santidad.

Antonio Cardenal Bacci

La Iglesia

La Iglesia es femenina” y “es madre” y cuando le falta este rasgo se convierte “en una asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol”.

Cuando “la Iglesia es masculina”, se convierte, tristemente, “en una Iglesia de solterones, incapaces de amor, incapaces de fecundidad”. Es lo que declaró el Papa Francisco en su homilía del 21 de mayo del 2018 en memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia reconocida como tal por medio del decreto ‘Ecclesia Mater’ del 3 de marzo de 2018.

La Virgen está siempre presente como Madre de Jesús en los Evangelios, explicó el Papa. Su carácter maternal es más importante que el de esposa o viuda. Es lo que los padres de la Iglesia comprendieron. Solo una Iglesia femenina podrá tener una actitud de fecundidad según las intenciones de Dios que quiso nacer de una mujer para enseñarnos este camino de mujer.

Una Iglesia que es madre va por el camino de la ternura. Conoce el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y, asimismo, un alma, una persona que vive esta pertenencia a la Iglesia, sabiendo que también es madre debe ir por el mismo camino: convertirse en una persona dócil, tierna, sonriente y llena de amor”.

(Vatican.va)


Dios de misericordia, nos has llenado con la esperanza de la resurrección al restaurar al hombre a su dignidad original.
Que nosotros, que cada año revivamos este misterio, vengamos a compartirlo en el amor perpetuo.
Que la Madre de Nuestro Señor nos acompañe mientras miramos hacia arriba a su Hijo y que la oración sea un apoyo en nuestras tribulaciones.
Concédelo por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amén.