María, fuente de paz


«no hay paz para los impíos»
(Is 48:22)


María está rodeada de una atmósfera de paz. El rostro de la Virgen Madre, refleja la serenidad de su alma. Fue concebida libre del pecado original y dotada de todas las gracias y de todos los dones sobrenaturales. No había en ella lucha entre el bien y el mal, porque este conflicto es el efecto de la concupiscencia. Nunca experimentó la regla del pecado de la que se queja San Pablo. “Veo otra ley en mis miembros”, dice San Pablo, “que advierte contra la ley de mi mente y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz hombre que soy!

¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rm 7, 23-25).

Fue muy diferente con Maria. Sus bajas inclinaciones estaban completamente sujetas a sus facultades espirituales, las cuales, a su vez, estaban perfectamente sumisas a los mandatos e inspiraciones de Dios. Sin embargo, mientras disfrutaba de una completa armonía interior, María tuvo que soportar conflictos y sufrimientos externos. Santo Simeón predijo que la espada del dolor atravesaría su corazón. De hecho, su vida estuvo completamente entretejida con la miseria, la miseria y el sufrimiento hasta que, finalmente, se arrodilló al pie de la Cruz en la que Jesús moría por amor a los hombres y ofreció la Víctima divina para nuestra salvación.

Sin embargo, en el último momento, aunque estaba desgarrada por el dolor, no se apartó en lo más mínimo de su espíritu de perfecta aceptación de la voluntad de Dios. En consecuencia, la paz de su alma nunca fue disminuida o extinguida. Aprendamos de ella a aceptar todo de las manos de Dios, tanto los pequeños placeres que alegran nuestra vida, de vez en cuando, como las humillaciones, los sufrimientos y la muerte, que a Dios le agrada guardarnos.

Si queremos poseer esta verdadera paz, que sólo Dios puede dar, debemos controlar y regular los movimientos de nuestras pasiones cuando se rebelan contra el alma. En otras palabras, como dice San Agustín, nuestros bajos apetitos deben obedecer a nuestra razón y ésta, a su vez, debe estar sujeta a su autor, ¡Dios! (De Serm. Domini, 1,2).

La paz real sólo puede llegar a nosotros como resultado del trabajo duro y constante de subordinar nuestras pasiones a la recta razón y nuestra razón a Dios. “Y esta es la paz”, escribe Agustín, “que Dios da en la tierra a los hombres de buena voluntad; esta es la sabiduría más perfecta” (Ibíd.).

Hemos encontrado, por triste experiencia, que el pecado y el libre juego de las pasiones, no pueden darnos paz real porque “no hay paz para los impíos” (Is 48:22).

Cuando, por la gracia de Dios y la asistencia de Nuestra Señora, hemos vencido nuestras inclinaciones rebeldes, es necesario que vayamos más allá y nos abandonemos completamente en las manos de Dios, pidiéndole un espíritu de conformidad absoluta a Su Voluntad. en todas las ocasiones. Este es el precio que debemos pagar para gozar de la paz que el mundo no puede dar y que Dios da sólo a los que hacen en todas las cosas su Santa Voluntad (cf Jn 14,27).

Puede parecer que el camino para adquirir esta paz es muy difícil, pero no hay otro camino.

Oremos a Nuestra Señora. Ella ha ganado la paz y la victoria para la Iglesia en muchas ocasiones; por ejemplo, contra los turcos en Lepanto en 1571 y en Viena en 1683. Del mismo modo, ella nos obtendrá a nosotros, sus hijos, la paz interior del alma, ¡el mayor tesoro que podemos poseer en la tierra!.

Antonio Cardenal Bacci

Los dos gallos

No cantes victoria antes de gloria”: este refrán enseña a no celebrar por un triunfo pasajero, que todavía necesita asegurarse bien. Este error cometes si te entregas al descanso prematuramente, si descuidas la vigilancia, si pierdes el estado físico o intelectual, si festejas antes de tiempo. Una fábula de Esopo lo ilustra muy bien.

Dos gallos reñían por la preferencia de las gallinas; y al fin uno puso en fuga al otro. Resignadamente se retiró el vencido a un matorral, ocultándose allí. En cambio el vencedor orgulloso se subió a una tapia alta dándose a cantar con gran estruendo. Pero no tardó un águila en caerle y raptarlo. Desde entonces el gallo que había perdido la riña se quedó con todo el gallinero.

El refrán comentado se aplica también al combate espiritual, que terminará sólo con la gloria del Cielo. Antes de esa hora debemos permanecer siempre en vigilancia y oración, como Jesús enseña en el Evangelio, y lo ejemplificó con la parábola del servidor a quien su señor al regresar lo encuentra velando. Don Bosco decía: “¡Descansaremos en el Paraíso!”.
(P. Natalio)


Dios de misericordia, nos has llenado con la esperanza de la resurrección al restaurar al hombre a su dignidad original.
Que nosotros, que cada año revivamos este misterio, vengamos a compartirlo en el amor perpetuo.
Que la Madre de Nuestro Señor nos acompañe mientras miramos hacia arriba a su Hijo y que la oración sea un apoyo en nuestras tribulaciones.
Concédelo por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amén.