Todas las generaciones me llamarán bienaventurada

“Manténganse vestidos para la acción y mantengan sus lámparas encendidas
y sean como hombres que esperan que su amo regrese a casa de la fiesta de bodas,
para que puedan abrirle la puerta en cuanto llegue y llame”.

–Lucas 12:35-36

Una niña judía, pobre en bienes de este mundo pero rica en virtudes, llega después de un largo y difícil viaje a un pueblo en las colinas de Judea, llamado Hebrón. Allí visitó a su prima Isabel. Cuando Isabel vio a la niña, fue inmediatamente iluminada por el Espíritu Santo con el conocimiento de que su visitante era la Madre de Dios.
¿Cómo he merecido”, exclamó, “que la madre de mi Señor viniera a mí?” (Lc 1,43).

Ante estas palabras, María levantó la vista hacia el cielo y expresó espontáneamente un himno de humilde reconocimiento a Dios, que había “mirado en la bajeza de su esclava” (Lc 1, 48).
Entonces hizo una solemne profecía, que seguramente habría asegurado a los cínicos intelectuales y nobles de la tierra pero, que la historia ha cumplido maravillosamente. “He aquí”, dijo, “todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (ibid).

Podemos testificar hoy, que este milagro sucedió. Todas las naciones han reverenciado a la niña judía, que se convirtió en Madre de Dios y Madre nuestra, Reina del cielo y de la tierra, consoladora de los afligidos, vencedora de Satanás y guardiana invencible de la Iglesia. Desde los grabados en las catacumbas hasta las vírgenes celestiales del Angelico, desde la escultura rudimentaria del arte romano hasta las estatuas orantes en los pináculos de las catedrales más modernas, la imagen de María ha brillado como un faro de esperanza para todas las generaciones.
 
Los hombres se inclinan ante ella y piden luz, consuelo y perdón. “Si alguno sigue a María”, dice san Bernardo, “no se extraviará; si alguno le reza, no se desesperará; si alguno piensa en ella, no pecará; si alguno se acerca a ella, no caerá; si alguien se pone bajo su protección, no debe temer; si alguien se pone bajo su liderazgo, nunca se dará por vencido; si alguien le rinde homenaje, está seguro de llegar a su destino a salvo” (Homil Missus est 2:17)

Se relata en el Evangelio, que una vez, una mujer en la multitud, fue despertada por la predicación y los milagros de Jesús y exclamó: "Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron". Pero Jesús respondió: “Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28).

Estas palabras nada quitan a la gloria de la Madre de Dios. No estaban destinados a ella sino a nosotros. Ella fue grande y santa, no sólo porque fue elegida para ser Madre del Verbo Encarnado, sino también porque se perfeccionó en la virtud cumpliendo en todo la enseñanza de su divino Hijo Jesús.
No podemos seguirla en cuanto a su alta dignidad de Madre de Dios, pero podemos seguirla en su heroica práctica de la virtud.

Es cierto que no podremos subir a la misma altura pero, con la ayuda de Dios y bajo la protección de María, podemos y debemos seguir sus huellas.
Podemos imitar su humildad, su pureza, su fe viva, su amor ardiente por Dios y por el prójimo y su espíritu de oración constante y de unión con Dios. Si hacemos esto, la sentiremos siempre a nuestro lado como nuestra Madre amorosa, deseosa de ayudarnos a ser santos.

Oh María, mi Madre amorosa, deseo sumar mi voz a las millones de voces que han proclamado tu bienaventuranza a lo largo de los siglos. Concédeme que mi reconocimiento de tu santidad no sea meramente verbal sino que pueda probarse con hechos. Déjame hacer más que rezarte como mi Madre, mi Reina y mi poderosa Mediadora con Dios. Permíteme también reconocer que tú eres todo esto para mí por una imitación práctica y filial de tus virtudes sobresalientes. Amén.

Antonio Cardenal Bacci


Dios, la Palabra, despierta al perezoso y despierta al durmiente. Porque en verdad, el que llama a la puerta siempre está queriendo entrar.

Pero de nosotros depende, si no siempre entra o siempre permanece.
Que tu puerta esté abierta para Aquel que viene; abre tu alma, amplía tus capacidades espirituales, para que puedas descubrir las riquezas de la sencillez, los tesoros de la paz y la dulzura de la gracia.

Expande tu corazón; corre al encuentro del Sol de esa Luz eterna que “ilumina a todos” (Jn 1,9). Es cierto, que esta Luz verdadera brilla para todos pero, si alguno cierra sus ventanas, entonces ellos mismos se cierran a esta Luz Eterna. Así también Cristo queda fuera, si cierras la puerta de tu alma.

Es cierto que Él podría entrar pero Él no quiere usar la fuerza, Él no presiona a los que se niegan. Descendido de la Virgen, nacido de su vientre, resplandece en todo el universo para dar luz a todos. Los que anhelan recibir la luz, que brilla con un fulgor eterno, ábranse a Él.

No llega la noche a intervenir. En efecto, el sol que vemos cada día, da paso a las tinieblas de la noche, pero el Sol de Justicia (Mal 3,20) no conoce ocaso, porque la Sabiduría no se deja vencer por el mal.

– San Ambrosio (340-397)
Obispo de Milán y Padre y Doctor de la Iglesia
(12º Sermón sobre el Salmo 118).

Oh María, mi Madre amorosa, deseo sumar mi voz a las millones de voces que han proclamado tu bienaventuranza a lo largo de los siglos.
Concédeme que mi reconocimiento de tu santidad no sea meramente verbal sino que pueda probarse con hechos.
Déjame hacer más que rezarte como mi Madre, mi Reina y mi poderosa Mediadora con Dios.
Permíteme también reconocer que tú eres todo esto para mí por una imitación práctica y filial de tus virtudes sobresalientes. Amén."