El trabajador divino

Yahvé Dios tomó al hombre y lo puso en el Jardín del Edén para que lo labrara y lo guardara” 
(Gn 2,15).




El trabajo es a la vez un derecho y una obligación, que pertenece a todos los hombres. En el comienzo de la creación, sin embargo, el trabajo era un placer para la raza humana y la tierra daba sus frutos con facilidad y prontitud. 

Pero después del pecado de rebelión de Adán, la naturaleza, a su vez, se rebeló contra el hombre. El trabajo ya no era sólo un placer, sino un castigo y también una necesidad extrema. “Maldita sea la tierra por tu causa”, dijo Dios a Adán.

Con dolor comerás de él, todos los días de tu vida; espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan”. (Gn 3, 17-19).
Este mandamiento de Dios es obligatorio para todos. La ociosidad es condenada como la fuente del mal.
La ociosidad es buena maestra de travesuras” (Eclo 33:29). Todos deben participar, ya sea en trabajo mental o manual.

Estos dos tipos de trabajo, se complementan y son igualmente dignos y necesarios. Un hombre que trabaja con sus manos no debe envidiar al hombre que trabaja con su intelecto.

El trabajador intelectual no debe despreciar ni considerarse superior al trabajador manual. Todos somos hermanos y hemos sido colocados dondequiera que estemos por designios de la Providencia. Por eso, debemos amarnos y ayudarnos unos a otros.

Abramos el Evangelio de San Juan. “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1-3).

La obra de la creación se atribuye, de modo especial, al Verbo eterno, al Hijo de Dios. Él era el Obrero divino, que creó de la nada el cielo, la tierra y las maravillas que encierran. Entonces el Verbo Eterno de Dios, se hizo hombre (Jn 1,14).

Pero, ¿qué posición eligió ocupar entre nosotros? Podría haber nacido heredero del ilustre trono de Roma, el más poderoso de la historia. Pudo haber nacido en Atenas entre los filósofos del Areópago, que transmitieron, a través de los siglos, la luz de la sabiduría y la belleza humanas. Pero, no era probable que la Palabra de Dios, hubiera abandonado, por así decirlo, la eterna gloria del Padre, para vestir el manto del mezquino poder humano. Él no tenía necesidad de esto. Vino entre nosotros, para instruirnos en la humildad del camino al Cielo, no en el camino de la grandeza humana. Nació, por tanto, como hijo de un artesano, “hijo del carpintero, (Mt 13,55) y artesano mismo, “el carpintero, hijo de María” (Mc 6,3).

Según la tradición más antigua y fiable, era uno de los muchos carpinteros del campo palestino que estaban dispuestos a adaptarse a cualquier trabajo que se presentara, ya fuera la fabricación de una puerta, el mango de una azada o un arado. (Cf Justino Mártir, Diálogo con Trifón, 88:8).

Desde su juventud, por lo tanto, Jesús fue aprendiz de carpintero y, cuando murió San José, continuó con su oficio y ganó el sustento para su Madre María y para sí mismo. Fue solo después de muchos años de trabajo manual que Jesús dejó de ser un artesano y se dedicó al trabajo de la mente y el corazón. En los tres años de su vida pública, fue Apóstol de la verdad y del bien. Así santificó todo tipo de trabajo, manual, intelectual y espiritual.

La gran lección que Jesús quiso enseñarnos es que toda obra es buena y noble. El trabajo manual del peón y del artesano es una cooperación en la obra de la Redención. Ambos fueron santificados por Jesús.
 Que los que trabajan con las manos se inspiren en Jesús, que se sometió durante treinta años a todos los sacrificios que implica el trabajo manual. 
Que los intelectuales y los trabajadores apostólicos miren también a Jesús, porque cuando llegó Su Hora, Él se sacrificó en Su apostolado y dio Su vida por nosotros. En Su consideración, la azada del campesino y la pluma del escritor, el martillo del obrero y la estola del sacerdote, son todos nobles y sagrados. La única condición es que todos cumplan concienzudamente sus deberes por motivo del amor a Dios y al prójimo.

Debemos aceptar nuestro trabajo diario y santificarlo con la oración como lo hizo Jesús.
Rezar y trabajar” era el antiguo lema de los benedictinos.
Todo trabajo que se hace con y para Dios, se convierte, por así decirlo, en un sacramento que nos purifica y nos santifica.
Cuando ofrecemos el sudor de nuestra frente a Dios, se vuelve como agua bendita que lava nuestras culpas, mientras que nuestro cansancio se convierte en oración.

Aspiración: Jesús, Divino Trabajador, bendíceme, ayúdame y santificame.
Antonio Cardenal Bacci


Ser más sanos

El egoísmo atrofia al hombre, que sólo en la donación generosa a los demás encuentra su madurez y plenitud. Si te preocupas demasiado por ti mismo y tu propio entorno, si vives para acumular dinero y comodidades, no te quedará tiempo para los demás. Si no vives para los demás, la vida carecerá de sentido para ti, porque la vida sin amor no vale nada.

Padecemos una especie de subdesarrollo emocional que nos impulsa a ciertas conductas autodestructivas, tanto en nuestra vida pública como privada. Nos urge encontrar un camino que nos permita hallar una manera de ser más sanos, y ese camino está íntimamente relacionado con el amor y la espiritualidad. El amor es el mejor símbolo de la salud del hombre, es todo lo opuesto a la agresión, al miedo y a la paranoia, que a su vez representan la patología que nos desune (Claudio Naranjo).

La regla de oro de las grandes religiones es el amor al prójimo. En el libro de Tobías el anciano ciego, sintiéndose cercano a la muerte, dio preciosos consejos a su hijo. Entre ellos se destaca: “Haz a los demás lo que te agrada que hagan a ti”. Norma fundamental y obvia. Su observancia te dará pacíficas y muy gratas relaciones con tus semejantes.
(P. Natalio)

Oh Dios, que hiciste gloriosa a tantos santos por su notable caridad hacia los pobres; concede, por su intercesión y ejemplo, que tu caridad crezca continuamente en nuestros corazones.
Por Jesucristo, tu Hijo nuestro Señor, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. Amén